1 de junio de 2009

Confesión

Seguro que alguien podría decir que no soy un bético como Dios manda. Es decir, no soy abonado. Lo dejé de ser justo en el umbral de la quimera de 2005. Antes de eso, fui un bético como Dios manda. Al principio, sacaba mis entradas de infantil en el bar San Francisco Javier, frente al ambulatorio de María Auxiliadora. Ya hace tiempo que el bar ha cambiado de dueño (bonita frase), ya no venden entradas. Posteriormente, me saqué el carné a nombre del hijo de un amigo, para que me costase más barato; así fueron pasando los años hasta que parte de mis primeros sueldos se destinaba a este menester.

Yo era lo que se puede decir un “loperista al uso”. No me importa decirlo ahora. Nunca me ha importado arrepentirme y mostrar mi arrepentimiento. Yo tengo mi responsabilidad en lo que ha sucedido. Sí, seguramente es una responsabilidad insignificante, pero la tengo. Por reír las gracias que han traído la desgracia. Por “vivir al día”, por no pensar nunca en que “el invierno llega aunque no quieras”, por ser cigarra que se reía de las hormigas que al final se han sumado en marabunta que arrasa todo a su paso.

Pero a pesar de no ser un bético como Dios manda, ayer el corazón me rechinaba y pasé la tarde noche recordando muchas cosas, que pasaban ante mí golpeándome. No había ni sms, ni llamadas. Ni de guasa, ni de consuelo, ni tan siquiera de mala sangre. Solamente había silencio.

Por eso me gustaría romper el silencio que últimamente reina en el blog, para pedir disculpas por mi parcela de responsabilidad, que tiene el tamaño de aquel trozo de red que conservo del último ascenso. O sea, un tamaño insignificante, pero paradójicamente lleno de significado. Del significado de la ilusión de aquel niño que iba los domingos por la mañana en el 4 latas de su vecino a Villa Heliópolis, de aquel adolescente que falsificaba los datos para poder ir a verte, y de este hombre, que te pide perdón. Lo siento Betis: te he fallado.