Me puse a pensar. Ya sabéis que cuando un servidor echa a andar la cabeza, malo.
Empecé a viajar; y viajando llegué a una mañana cualquiera, dentro de algunos cuantos lustros; en Sevilla, claro. Me veía allí, caminando por la calle José Gestoso al mismo tiempo que el sol bajaba con parsimonia los escalones del día. Estaba allí parado, en la puerta tapiada de ruina de Pérez Cuadrado. En el azulejo nada más quedaba “Pérez Cu”, sobre los ladrillos, el cartel de la inmobiliaria. Allí parado, viajé en sentido opuesto, y me vi entrando con mi madre, de la mano; nos llevamos unos cuantos de pares de calcetines de gimnasia y unas camisetillas para el invierno, de aquellas a las que no le salían bolitas.
Cuando volví al futuro, eché a andar calle abajo. Entré en la Capilla y me senté. Me senté donde me he sentado siempre, en el banco que hay entrando a la derecha, donde siendo niño recuerdo que había un confesionario.
Miré a los ojos de mi Señor dándole gracias por haber llegado a viejo. Aunque según Puente de Barcas, siempre lo he sido.
Pues tendrá razón. En el fondo, sueño con llegar a esa cumbre desde la que se ve todo. Y soñar despierto todo aquello que he vivido, y recordar. Me gustaría que el paso de los años hiciese de mí una buena persona, con recuerdos, con vivencias propias y no ajenas. Con lágrimas de Viernes Santo y sonrisas de tertulias.